31 ago 2010

A orillas del Maldonado


(De Jorge Antonio Laurini)

Un pequeño mundo con puertas y ventanas abiertas al misterio. Por la puerta lateral se encontraba lo prohibido; despacho de bebidas y cancha de bochas. En la esquina el ingreso era libre: hasta puede decirse alegre. En ocasiones había recompensas; la yapa se pedía sin sonrojos de vergüenza. El tema era la otra puerta, la de los hombres grandes.
Yo tuve suerte, la suerte es mujer, igual que Don Santiago, dueño del almacén. Gracias a ella, maestra de catecismo en la iglesia de San Bernardo (de mi Villa Crespo natal), logré pasar el umbral, aquel rectángulo que alguna vez había sido blanco.
Adentro, un olor penetrante de cigarrillos que me agradaba y que me acompaña todavía. Es el cortometraje, la breve película que en definitiva queda como recuerdo de la vida. La esquina del almacén, olor a tabaco y tierra mojada cuando llovía sobre la cancha de bochas. Y aquel otro perfume, el de Norma.
Éramos vecinos y mi madre le había pedido que me acompañase hasta la iglesia. No esperaba que pasara frente a mi casa, la iba a buscar por la puerta lateral y aguardaba ahí adentro. El mostrador se alzaba sobre mi cabeza con su reluciente estaño, como un gladiador, y con aquel risueño pez de boca abierta, haciendo en un extremo las veces de grifo.Junto a la ventana comenzaba la hilera de mesas; en la primera a la izquierda, un vaso de vino que le decían farol por lo grande, acompañaba a un hombre pequeño. Siempre me pareció gracioso que, sentado, sus pies apenas rozaran el suelo. No hablaba, ni miraba a nadie, siempre solo, acariciando el farol, como si fuera la lámpara de Aladino.
Apoyado en el estaño estaba Don Giovani, el albañil italiano, siempre ebrio. Haciendo bromas se decía que ya no tomaba, que con sólo pisar el corcho de una botella le bastaba.
Cuando terminaba el turno mañana de la escuela "Andrés Ferreyra", allí solía estar Giovani. Al grito de "¡Para los angelitos!", arrojaba monedas de cinco centavos. Eran tales los empujones y el griterío que se provocaba, que una tarde apareció el "autito", como solíamos llamar al antiguo patrullero de la policía. Los níquels de cinco ya no bailaban en el bolsillo, un murmullo asustado rodaba como las pequeñas monedas. "¡Se lo llevan a Giovani!", y respondiendo a la consigna rodeábamos al "autito" al grito de : "¡Que lo larguen!".
En unos instantes estaba en la vereda... llorando. Fue su despedida, su adiós agradecido a los angelitos. Desapareció junto a la del treinta, que agonizaba a orillas del Maldonado, con la Villa Crespo de Don Alberto Vacarezza y su Conventillo de la Paloma de la calle Serrano. Con el humo juguetón de la pipa de Leopoldo Marechal, sentado en el escalón de su casa de la calle Tres Arroyos, y la escuela "Andrés Ferreyra", la del poeta Héctor Gagliardi, y la mía. Si hasta creo que nos sentamos en el mismo banco: ¡el tercero al lado de la ventana! Y nos enamoramos de la misma maestra, la de los ojos que sonreían; no recuerdo el nombre, pero aún percibo su voz cuando me decía si estaba en clase o volando. ¡Y es tan lindo volar fascinado por las nubes!
Una mañana que siempre me pareció extraña, y justo en el último recreo, supe que se casaba. ¡Hasta el director la besó! A mí el frío me dolía en los ojos, siempre el frío duele en los ojos en el último recreo.
Caía la década del treinta, como una ilusión, sin hacer ruido.
Sobre el piano de Osvaldo Pugliese, los claveles rojos no habían florecido. Don Osvaldo, el maestro de la calle Corriente de mi barrio, "La Corrientes" que nunca fue angosta.
Poetas, músicos, borrachos y angelitos (que también fuimos el martirio de algunos vecinos).
La escuela, el conventillo, y el almacén de la esquina envueltos en un aroma lejano, tan lejano y tibio como como la sonrisa de Norma, la hija de Don Santiago, mi maestra de catecismo.
Todo a orillas del arroyo Maldonado, ya sepultado por la avenida Juan B. Justo.
Nostalgia de porteño. Recuerdos que golpean como las ruedas de aquel carro que me despertaba todas las mañanas. Ruido seco y monótono que hoy vuelve en melodía con olor a tabaco y tierra mojada.
¡Chau Giovani!
¡Que lo larguen, que lo larguen!
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El arroyo Maldonado en su paso por el barrio de Villa Crespo.