4 sept 2010

Hay que parar un rato


(De F. Pompeyo Ramos-Marrau)

La metrópolis de Buenos Aires es una de las mayores del mundo por su extensión y población, que ha ido acumulando población inmigrante, y se ha convertido en una megalópolis. Sin intentar dirigir este proceso de inmigración del campo, o ciudades muy pequeñas, a la metrópolis, hacia localizaciones dentro del suculento y envidiado territorio nacional. Este proceso es perverso, de graves consecuencias para la misma ciudad y el país.
Hoy se da el hecho de que en una milésima parte de la superficie de la Argentina, se acumula más de un tercio del total de su población –trece millones de habitantes en 2.500 km2– con una densidad promedio de 3.600 hab./km2 –y con puntos colapsados de 180.000 hab./km2, en barrios de la Ciudad Autónoma– contra un promedio de 13 hab./km2 en todo el país.
Nuestra Metrópolis de Buenos Aires –Ciudad+Gran Bs. As– se fue desarrollando a golpes de rematadores de tierras, quienes fueron sus “urbanistas”. Su administración depende de diferentes gobiernos: nacional, provincial, municipal y de la Ciudad Autónoma; esta última aparece como una pequeña provincia de 200 Km2, delimitada por la avenida General Paz y el Riachuelo, dentro de los 2.500 km2 que ocupa el tejido urbano de la ciudad metropolitana.
Existe una manifiesta ausencia a nivel nacional de planificación del territorio y de cada una de las regiones, provincias y ciudades que son la razón fundamental del desequilibrio social y económico que tiene el país y por tanto actúa como el enemigo que hay que combatir para destrabar el desarrollo integral del país.
La nueva Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, que la define como Ciudad Autónoma, es un avance en relación a la dependencia que tenía con el gobierno nacional manifestada en la determinación del Poder Ejecutivo Nacional de nombrar al intendente de la ciudad. Y deja ambigüedades importantes que repercuten en el caos actual de la ciudad. Una de ellas es la de no definir claramente la administración de la ciudad, ya que la figura del ejecutivo actual, con su jefe de gobierno, da la noción de provincia y ciudad en la misma función. Por tanto confundiendo funciones y gestiones, ralentizando su labor. Es decir, o se es el gobierno de la provincia o se es el gobierno de la ciudad, pero ambas a la vez, de manera sui géneris, comete el error de no ser ni chicha ni limonada, y esas consecuencias se sienten. Quizás habría que reflexionar en este punto, es decir dotar a la Ciudad de su administración, como lo tienen todas las ciudades capitales de provincia, en la cual está la administración provincial por un lado y la administración de la ciudad por el otro.
La nueva Constitución de la ciudad de 1996 plasma expresamente que esta debe tener un plan urbano y ambiental. Consideración importantísima para poder gestionarla en general, pero que en el caso de Buenos Aires cobra mayor importancia por la ausencia histórica de planificación. Lamentablemente se lo ha remplazado por un instrumento normativo: “el Código de planeamiento”. Incomprensible, ya que no se entiende cómo puede existir una norma sin la existencia del plan urbano ambiental que le dé origen. Es esta la razón por la cual el Código, interpretado por el funcionario correspondiente, se convierte en el comodín del mercado inmobiliario.
No dudo en remarcar que la falta de planificación es lo que hoy los vecinos reclaman, aunque para ellos este concepto les resulte abstracto. Las luchas parciales contra las densidades horizontales –las torres–, no sólo expresa el desacuerdo a construir edificaciones para el negocio de los inversores privados, cercenando el derecho a la iluminación y la visión, sino que plantea lo innecesario de ellas, porque sabe que no resuelven el déficit de vivienda que tienen millones de argentinos y miles de bonaerenses, que viven en asentamientos precarios o en la calle, y que tampoco son para la clase media con poca o nula capacidad de ahorro. Porque también percibe que el suelo para edificaciones hay que crearlo en otros territorios, para equilibrar esta anomalía que señalábamos al comienzo de este artículo. Y porque es de sentido común pensar que a la contaminación, al caos del transporte automotor y ferroviario, y a la desfasada red de servicios del subsuelo no le vendrán nada bien tantas “torres invasoras”.
Cuando los reclamos peticionan espacio verde como la plaza, pasa lo mismo. Lo que se reclama son barrios con lugares para el paseo, el deporte, el ocio, el cine, el teatro en emplazamientos acordes, preferentemente, en lugares más recogidos del barrio. Porque los barrios carecen de centros de esta naturaleza. Lo que tienen, y hoy ha llegado al hastío del vecino, son las calles comerciales, es decir, las enloquecedoras autopistas comerciales, ruidosas y contaminantes. Cuando los vecinos de Boedo luchan por lograr en la vieja y abandonada construcción de Carlos Calvo y Loria una plaza, quizá no saben que están luchando por una centralidad, y tampoco que la ciudad de Buenos Aires cuenta con unas 600 hectáreas de espacios verdes parquizados, y que cada porteño, al menos en los papeles, dispone de casi 2 m2 de estos para su solaz.
Cuando los vecinos de Caballito quieren recuperar la Playa de cargas del ferrocarril, para espacio verde y conservar la casa construida a principios del siglo XX, pasa lo mismo. No piensan en la planificación en abstracto y quizás sin conocer que la especulación salvaje en el loteo del Gran Buenos Aires dio por resultado la práctica inexistencia de plazas en su territorio, salvo las centrales en las localidades más antiguas. Tal es así, que el conurbano, con más de 9 millones de habitantes, sólo dispone de unas 800 hectáreas de espacios verdes parquizados, correspondiéndole a cada uno de aquellos la irrisoria cantidad de 0,90 m2.
Y que esto es aún más grave de lo que parece, pues en esta cifra están incluidos los grandes parques de la zona sur como son el Pereyra Iraola y los bosques de Ezeiza, ambos en proceso de extinción. Sin ellos, cada partido promedia los 0,50 m2 de espacio verde por habitante.
Y que las consecuencias observables en forma inmediata de estos datos son, por un lado, el sobreuso y la degradación permanente de las áreas verdes existentes, y por otro, que un porcentaje importante de población no tenga acceso, por obvias razones de distancia y costos, al uso de espacios verdes públicos de recreación.
Y que esto sucede en nuestras ciudades, mientras internacionalmente se toma como mínimo adecuado a los grandes centros urbanos, entre 10 y 12 m2/habitante.
Y así también con los vecinos de La Isla de La Paternal/Agronomía, cuando plantan bandera de guerra para defender la plaza que tienen y que se la quieren sacar para construir muchas torres. Hay algunos reclamos que avanzan un poquito más de la petición de espacio verde, y defensa de las agresivas torres, colocando elementos de ordenación vial, y embellecimientos morfológicos y paisajísticos del sitio, como es el caso de los vecinos de Villa Crespo y Paternal o tantas otras experiencias que multiplicarían, quizás por mil, este simple muestreo.
Estos son agudos mensajes a los responsables políticos para hacer un lógico “stop”, consensuar una ley de Emergencia Urbano-Ambiental para atemperar urgencias contaminantes, Riachuelo, transporte de mercancías, transporte de pasajeros, vivienda social, etc., etc. Dejar definitivamente de lado el desarrollo de la ciudad “a golpe de rematadores de tierra” y realizar seriamente –no a las apuradas como ese documento que está en la Legislatura– el Plan Urbano-Ambiental con participación real de la ciudadanía, que como hemos dicho, es la madre del borrego, y además porque nos obliga la Constitución del 94.
Y en el mientras tanto… Creo que estas vivencias que la ciudadanía está realizando, y que muchos profesionales están planteando, dan coordenadas suficientes, mensajes, a la bella Buenos Aires en peligro, para mejorar los barrios, más pronto que tarde, con centralidades y mayor calidad de vida.
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Edificios en Catalinas Norte.