20 sept 2010

Silbando a puro tango


(De Juan Alberto Núñez)

Con esta maldita ciudad sucede lo que con las fulanas de vida fácil: uno empieza a sobrellevar la ausencia, a sufrir los melancólicos corcovos metafísicos, sólo después que nos ha hecho pomada. Como toda mujer engrupida consciente sin duda de lo que vale, esta sicodélica metropoli se complace en trabajarnos de apuro, para provocar después la nostalgia, haciéndonos a un costado. Porque es este increíble emporio del cambalache el que institucionalizó la nostalgia, y la nostalgia al tango. Tal vez por eso mismo no se pueda quererla desde lejos, a través de referencias anecdóticas, de un fueye o de una foto. Para sentir que nos pertenece uno tuvo que haberse dejado arrastrar por ella alguna vez. Y arrastrar significa haberle permitido -de puro piola- que nos hiciera bolsas una noche cualquiera contra ese tajo sur que es Puente Alsina por ejemplo; que revoleara después nuestros despojos compadres por el cementerio de los barcos, la cortada Carabelas o la Plaza Martín Fierro una gris tarde de otoño. Que un ojo se nos quedara en alguna clínica de muñecas, una mano prendida al estaño de cualquier boliche de Mataderos, y un pie en alguno de los potreros de la avenida Cruz, allá en Soldati.

Quererla significa haberse puesto en curda alguna vez, (alguna vez a corazón enamorado); o de chinchudo no más, de mufa simplemente. Porque para estas cosas, tanto da que nos falle algún amigo, como que una mina nos deje en banda. Es a través de estos hechos, de estos encontronazos espirituales, que se aprende a amar a Buenos Aires. Porque si amar es conocer, nadie puede decir que la conozca si no la ha salido a vivir alguna vez, con esa bancarrota espiritual que ayuda a descubrir ese otro rostro de la ciudad, oculto en algunos bodegones del Once, en la sala de espera de la estación Liniers a las tres de la mañana, o en los vagones del puerto.

Porque Buenos Aires es eso: las bacanas pichicateras de Mau-Mau, el enjambre de puntos en la ochava del Trust Joyero, el aburrido partido de billar en algún café de Pompeya, y esos levantes venidos a menos de los bailes con grabaciones. Eso y muchas otras cosas. Es, por ejemplo, pasarse toda una tarde en el bar de San Juan y Boedo elaborando un poema, un simple poema hecho en Boedo frente a un pocillo de café; y lo es también charlar con el jovato ese que allá por el año 9 fue cafiolo de una tipa apodada La Cartuja, laburanta en un queco de Barracas. Pero Buenos Aires es también el pibe que vende violetas en Chacarita, el laterío de las villas, la alemana aquella de la calle Libertade que sólo se encama con negros, el paquete de cigarrillos que nos fumamos en una esquina de plaza Flores esperando a la piba del Social Rivadavia, la sonrisa de Carlitos, la charla de los jubilados en el Parque Lezica frente a la banda, el turco que vende postales pornográficas en los bares estudiantiles, Palito, Chuenga, y Corrientes -la calle que no sentimos avenida-, y el café La Paz, el Politeama, el Colombiano, y el cine Lorraine, y la pálida piba de anteojos que esta noche dormirá desnuda entre los brazos de algún poeta de izquierda. Y lo es también el irlandés que vende la Biblia en los peringundines de 25 de Mayo. Todo esto es Buenos Aires; el compañero que metieron en cana, Mafalda, el yobaca que no vino, el letrero en un camión del Abasto, el gordo Troilo, Barquina, el viejo Julián, Bonavena, las minifaldas por Florida, la intelectualidad pilosa del Di Tella, los tipos discutiendo frente a las pizarras de La Nación, las niñas bien cabalgando o paseando sus perritos por Palermo los domingo a la mañana, y también el colimba santiagueño laburándose bajo la atenta mirada de Garibaldi, a la sierva de algún cogotudo de la avenida Quintana.

Porque todo esto es esta quilombofística Buenos Aires; todo esto y mucho más todavía. Por eso, para quererla -para aprender a quererla de esa forma sufrida y rea que quiere el porteño-, uno tiene que haberle permitido antes que nos haga moco en cualquier esquina de San Telmo, contra algún final bandera verde o contra la mesa de cualquier boliche del Bajo, y reconstituirnos después poco a poco, zurciéndonos el alma silbando a puro tango, en el último colectivo o en el primer tren de la mañana. Porque entonces ya será lunes, y el lunes asesina siempre a Buenos Aires.
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Ilustración: Programa del  cine "Lorraine" (Tomado de la página: lasotrashistoria.com) 
Textp tomado del libro conjunto: Vocación de Buenos Aires, (Ediciones Del Alto Sol, Bs. As. 1968)