6 sept 2010

Un inglesito en Coghlan


(De Alex Waterhouse-Hayward)

En Vancouver, British Columbia, de vez en cuando leo mi vieja edición Tor de Corazón de Edmundo de Amicis. Me recuerda de mi niñez en Buenos Aires y del misterioso Manrique que cargaba una 45 en el sobaco. Era amigo de mi papá y nunca supe si Manrique era su apellido o su nombre propio. Un día me regaló el libro.
Desde 1949 (cuando tenía 7 años) hasta el 1954 viví en Coghlan. Mis amigos del American Grammar School sobre la calle Freire, a unas dos cuadras de la estación de Belgrano R, no lo sabían. Cuando me preguntaban dónde vivía les decía que en Belgrano. Como mi mamá, Filomena, enseñaba física y química en el American High School, también sobre Freire, yo no pagaba por el privilegio de ir a un colegio privado. Me avergonzaba admitir que vivía en un barrio que mis compañeros de San Isidro o Acassuso no sospechaban que existiera. Me avergonzaba vestir pantalones argentinos, imitación Levis. Mis compañeros, cuyos padres trabajaban para la General Motors, la Lincoln Library y demás agencias del Departamento de Estado de los EEUU, lucían auténticos Levis. Me regalaban chicle Double Bubble o Bazooka, con los cuales aprendí a soplar enormes globos que se me pegoteaban al pelo cuando explotaban. La industria argentina, la del Pulqui I y el Pulqui II aún no había descubierto la fórmula de los Levis y del chicle de globito. Yo quería ser un “conboy” como Gene Autrey.
Mi casa, en Melián 2770, casi esquina con Nahuel Huapi, tenía en su angosto pero largo jardín dos enormes palmeras, ciruelos de cinco variedades, un níspero, un caqui, una glicina y una frondosa higuera a la que nunca me pude encaramar por su resbalosa corteza. En la fría casona, la única pieza que nos brindaba calor en los inviernos de la “generación de los sabañones” era la cocina con su vieja estufa de gas.
Fue allí donde mi papá, George, conversaba a menudo con su amigo Julio Cortázar. Nuestra mucama y cocinera, Mercedes Bazaldúa les batía unos Nescafé con azúcar y gotitas de agua a cucharita que George y Cortázar disfrutaban con sus cigarros. Mi papá fumaba Players Navy Cut que conseguía de la embajada de la India en donde trabajaba como traductor. Cortázar aborrecía los tabacos ingleses de mi papá. Me mandaba al boliche de la esquina (enfrente del almacén de Don Pascual) para comprarle Arizona. Un día Cortázar me vio deslizarme en la barandilla de las escaleras de la casa; se acercó y me susurró: “¡Cuidado Alex, que un buen día esas barandillas se convertirán en una Gillette!” Nunca supe, y peor, nunca tuve la curiosidad (hasta que fue demasiado tarde) de preguntar cómo mi papá, un periodista del Buenos Aires Herald, había conocido a Cortázar.
Mi papá se ausentaba con frecuencia. Cuando le preguntaba a mi mamá me decía que estaba en Villa Devoto porque había escrito algo contra de Perón. Los vecinos de al lado eran peronistas. Cuando Perón hablaba desde su balcón de la Casa Rosada prendían la radio a todo volumen. Cuando se le iba la voz, Eva Perón tomaba su lugar. Yo no tenía gran amor por ella. Me decían que los juguetes de madera inútiles que nos daban el día de Reyes eran regalos de ella. Yo prefería un Meccano.
Al otro lado de la higuera vivían los calabreses. Mi amigo Miguelito y su familia, gritaban, se peleaban, se reían y comían en el patio. El papá, Fernando di Gregorio era nuestro peluquero. Su peluquería estaba sobre Nahuel Huapi. No paraba de hablar cuando me cortaba y siempre me regalaba un globo por mi paciencia. Miguelito y mi amigo judío alemán Mario Hertzberg (vivía en el 2773 enfrente de mi casa) jugábamos en la calle a las figuritas. Cuando llovía, las alcantarillas no podían con los aguaceros, Melián se inundaba y nadábamos en la laguna que allí se formaba. Como estábamos muy cerca del Hospital Pirovano, las pompas fúnebres, carrozas laqueadas de un negro brillante y tiradas por cuatro caballos negros con plumetes sobre la cabeza, pasaban vacías en camino al hospital. Siempre esperábamos la vuelta para poder espiar el ataúd detrás de los cristales biselados.
En tiempo de carnaval las murgas marchaban por Melián hacia el corso de la calle Monroe. Manteníamos nuestra distancia para que no nos mojaran con los pomos de agua perfumada. Por Melián transitaba el ropavejero, el afilador, el cloaquero y la Vascongada. Cuando venían las gitanas nos metíamos en la seguridad de nuestras casas. El hielero, a partir del 52, ya no paró en nuestra casa. Mi mamá había comprado una heladera eléctrica (la primera de la cuadra) a un alumno norteamericano que volvía a su país. Lo primero que hice con la heladera fue preparar una gelatina de lima marca Jell-O. Ya de niño discernía, como buen argentino, la superioridad gringa sobre el producto local Royal.
La hermana de Mercedes, Enilse vivía con nosotros. Como trabajaba cerca, en la fábrica Nestle (junto a las vías del tren) los dulces abundaban en casa. Su novio Juan era un conductor del tranvía 35 que me llevaba desde Nahuel Huapi al apartamento de mi abuela en la calle de Roque Sáenz Peña, en el centro. Cuando Juan venía a casa en su uniforme, en la mano siempre traía la manija niquelada con la cual conducía su tranvía. En una gloriosa ocasión me dejo tenerla unos momentos en la mano. Miguelito y Mario casi se murieron de envidia.
Anterior a Mercedes vivieron con nosotros una pareja de negros, Zelia y Abelardo. Zelia cocinaba muy bien. Un día, un vecino, el señor Hinch, me invitó a comer un asado de lomo. Esa noche Zelia me sirvió un asado de tira. Me quejé. Zelia se quitó el delantal y en pocos minutos, con Abelardo y las valijas se marcharon. Mi mamá me dio una paliza con su chinela filipina.
A los 9 años hice la primera comunión en la Capilla de Nuestra Señora del Carmen a la vuelta, en Roque Pérez 2760. Cuando pasaron la canastilla para la limosna, mi papá que estaba ebrio, depositó un paquetito de pastillas Volpi, gusto mandarina. Me avergoncé. Unos meses después mi papá se fue de la casa voluntariamente y me venía a ver una o dos veces al mes. En una de sus visitas me llevó al “Schubert Hause” en la calle Pedro Ignacio Rivera. Me acuerdo haber subido las escaleras de la glorieta interior donde un pianista y un violinista tocaban un tango. Mi papá me presentó y al verme tan rubio el pianista le dijo a mi papá: “Tu hijo parece alemán”. Mi mamá se enfureció con George por haberme llevado a un bar y no vi a mi papá por un tiempo. De todas las visitas que me hizo, la que recuerdo con mayor placer es cuando me llevó al cine “General Paz” en Cabildo a ver Beau Geste con Gary Cooper y Ray Milland.
En el “Ideal Monroe” conocí las películas de Carlitos Chaplin. Pero a partir del 1950, Año del Libertador General San Martín, prefería ir al cine de los padres franciscanos capuchinos que estaba a un costado de la aún no terminada parroquia de Santa María de los Ángeles. A los capuchinos les deleitaba entretenernos con las películas de Tarzán con Johnny Weissmuller después de un corto sermón de cómo debíamos ser buenos pibes e ir a misa.


En diciembre del 2004 volví a mi barrio. Volví como tenía que ser: por tren desde Retiro. Al pasar por Belgrano C me imaginé el colegio en donde mi mamá enseñó. El puesto donde vendían licuados de banana con leche o con agua habría desaparecido hace años. Al cruzar el empalme hacia la estación de Drago sabía que había llegado a Coghlan. Todo estaba igual, a excepción de las plataformas, ahora más altas. Crucé el viejo puente al otro lado y las cuatro cuadras a mi casa me parecieron más cortas. Mi casa, aunque ya sin las palmeras, era como me la imaginaba. Con el tiempo ya no tengo rastros de Miguelito o de Mario. La peluquería no está. Todo ha cambiado, como tristemente debe ser. Pero lo que siento que no ha cambiado y me llena de alegría es que ¡Soy del barrio de Coghlan, y a mucha honra!
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Fotografía de niño de Alex Waterhouse-Hayward. (La misma dice al pie: Foto "Muska" Retratos a Domicilio Bme. Mitre 1970 U.T. 47, Cuyo 0555).