3 dic 2010

Memoriosos y barriólogos


(De Ángel O. Prignano)

La noción de memoria surgió en los albores del siglo XX de la mano del sociólogo francés Maurice Halbwachs, creador de la sociología de la memoria y, a la vez, introductor del concepto de memoria colectiva. A la memoria se le contrapone el olvido, inconsciente o deliberado. “La historia está hecha de lo que unos quisieran olvidar y de lo que otros no pueden olvidar”, dijo Pierre Vilar en el discurso final del coloquio sobre los franceses y la guerra civil española realizado en 1989. Y sentenció: “Es tarea del historiador averiguar el porqué de lo uno y de lo otro.” En ese sentido, y sin ánimo de comparaciones, a la barriología le cabe reparar, si se me permite el verbo, los “olvidos” que separan la investigación de los grandes acontecimientos con la de las expresiones emergentes de una determinada microsociedad urbana. Ello porque las historias de estas últimas aún hoy son desdeñadas despectivamente por ciertos ámbitos intelectuales, o relegadas a simples anécdotas de inquilinos. Este tipo de prejuicio es el que esperan los centros del poder globalizador, que prefieren las culturas amnésicas, insustanciales e inocuas en lugar de las enriquecedoras propuestas que ofrecen las diversidades emergentes en los espacios primarios.

Hay memoriosos en cada punto del planeta. Son como venerados ancianos que atesoran la tradición de la tribu para trasmitirla a los demás. Los pibes, cuya curiosidad es natural, prestan oídos atentos a los discursos sencillos y amenos. Suelen escuchar historias mínimas como si se tratara de grandes acontecimientos universales. Al fin y al cabo, se habla siempre del mundo entero, por más ceñido y limitado que sea el escenario donde se desarrollan los hechos.

Recordar es reconstruir el pasado desde la subjetividad. Tiene mucho que ver con el corazón. De hecho, recuerdo y corazón son vocablos de una misma raíz. De modo que es fácil coincidir en que los memorialistas surgieron espontáneamente, sin tanteo previo, como diletantes de la historia –de la historia reciente– cuando se pusieron a escribir esos recuerdos, en principio quizá sólo apelando a la nostalgia. En todo caso, sus ganas de conocer y comprender lo acontecido en su patria chica y reflexionar sobre la vida cotidiana de su entorno les exigió tiempo y atrevimiento. Así, solos o en compañía de otros con inquietudes análogas, dieron forma a la mesa de café de la historia barrial. En términos futboleros, se constituyeron en los tabloneros de esa historia, porque no la miraban sentados en la platea sino parados en la popular.

Primero sacaron la silla a la vereda y se restringieron a lo que pasaba frente a sus ojos. Luego extendieron su mirada y volaron sobre los otros barrios de la ciudad. Este pensamiento emergió como la necesidad de valorizar la historia local, descartada en los supuestos estructurales que analizan la “gran historia”, desenredarla de la maraña en que, muchas veces, esta “pequeña historia” quedaba confundida, sumida o minimizada dentro de aquella “historia mayor”. Era cuestión de descubrir sus pormenores y llegar hasta sus detalles más intricados, tal vez emulando al anónimo picapedrero que, sin prisa pero sin pausa, pica y pica la bajada del cordón de granito.

Fue en ese momento que la barriología adquirió su mayoría de edad e irrumpió como una nueva disciplina dentro de los estudios históricos. Ello cuando el memorialista no se confinó sólo en los meros recuerdos –propios o ajenos– y pasó al documento, cuando fue al expediente, al legajo, y se convirtió en un investigador; cuando recorrió el campo de los hechos y dejó de hablar de un día caluroso y húmedo para consignar la temperatura y el porcentaje de humedad. El memorioso se convierte en barriólogo cuando entra en los archivos. Porque para cerrar el círculo es necesario ser preciso.

El barriólogo hurga en los documentos escritos y se vale de las ciencias auxiliares de la historia, pero también apela a los testimonios orales, donde la información a veces resulta ambigua y casi siempre cargada de subjetividad. El trayecto que separa la verdad que busca el historiador de la que revelan los testimonios orales es difícil de superar. Si bien es un muy buen camino hablar con los actores de la historia reciente para conocer sus motivaciones y creencias, a menudo es la propia información que ellos proporcionan, en apariencia pulcra, clara y pretendidamente prístina, el principal escollo que atenta contra esa verdad. Don José “hizo el barrio”, ¡cómo no creerle! Actúa de buena fe, habla con total convencimiento de que las cosas fueron como las relata y está persuadido de que su memoria puede reconstruir lo que vivió sin equivocarse. Con todo, a veces estos memoriosos no cuentan las cosas como ocurrieron sino como les hubiera gustado que ocurrieran, aunque no tengan conciencia de ello.

Es tarea del barriólogo descontaminar estos testimonios, discernir sobre su veracidad contrastándolos con otros más confiables, desnudarlos de su ropaje anecdótico. Así, pues, llega el momento de hundir la uña en la cáscara de la mandarina para empezar a pelarla. Es la ocasión para la pesquisa de datos en las fuentes primarias y secundarias. Es el tiempo de desgajar la fruta entre los dedos. Es la hora de los archivos y las actas institucionales, de las investigaciones de otros autores y de los periódicos barriales antiguos, estos últimos casi siempre atesorados por aquellos mismos viejos vecinos en sus propias casas. Es, en definitiva, la oportunidad de la fascinante tarea de extraer los datos para intentar comprender y pintar con otro color.
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Imagen:Escultura de El Pensador de Rodin, con el edificio del Congreso Nacional al fondo.
Texto tomado de Barriología y Diversidad Cultural, Ediciones CICCUS, Bs. As., 2008.