22 abr 2011

Evolución del cuarto de baño porteño


(De Ángel A. Prignano)

El hombre primitivo hacía sus necesidades al aire libre y a flor de tierra, allí donde la urgencia lo encontraba, o en sitios elegidos estratégicamente cuando permanecía en grupos asentados en una comarca. Lo hacía naturalmente, en cuclillas, la mejor manera de vaciar el vientre, como siempre se ha dicho.
Los rastros más antiguos de la presencia del hombre en el mundo aparecen a la vera de los ríos y arroyos, que le proveían el elemento esencial para saciar su sed, lavarse y disfrutar momentos de esparcimiento, solo o en comunidad. Pero enseguida comprobó que la corriente podía arrastrar y hasta diluir sus propios excrementos, con lo que convirtió a esos cursos de agua en su “lugar de necesidad”. Cuando se hizo sedentario, el baño higiénico y refrescante comenzó a ser más frecuente y el rito de practicarlo se tornó habitual en algunas de las sociedades tribales que integró. Entonces debió preservar el lugar donde bebía y se zambullía situándolo aguas arriba del sitio de defecación para evitar la contaminación.
Otra de las costumbres de esas sociedades remotas fue el llamado “método del gato”, que consistía en cavar un pequeño hoyo casi a ras del suelo y después cubrir las heces con tierra. En el Deuteronomio (XXIII, 13-14), así fue impuesto por Moisés: ”Tendrás fuera del campamento un lugar, y saldrás allá afuera. Llevarás en tu equipo una estaca, y cuando vayas a evacuar afuera, harás un hoyo con la estaca, te darás vuelta, y luego taparás tus excrementos”. Pozos algo más profundos servían por más tiempo, pues los excrementos se iban tapando con tierra después de cada deposición. Así apareció lo que podemos denominar protoletrina. En ambos casos, las bacterias de las capas superficiales del terreno trabajaban rápidamente en la descomposición de esas deyecciones.

LETRINAS, POZOS CIEGOS Y CLOACAS
Pero llegó un momento en que las comunidades levantaron caseríos y villorrios, muchos de los cuales con el tiempo devinieron en pueblos y después en ciudades. Fue cuando apareció la calle indecorosa donde todos concurrían a agacharse. Después vino la letrina propiamente dicha, primero muy rudimentaria: un pozo que podía alcanzar los dos metros de profundidad, o más, con una piedra horadada encima. Con el tiempo le fue agregada una precaria casilla de madera para mantener la privacidad de esas actividades y proteger a sus protagonistas de las inclemencias del tiempo. A este sistema, que fue denominado “letrina de pozo sencilla”, le siguió otro con la fosa cavada lejos de la garita. Un albañal en declive conducía las materias desde el lugar de la deposición hasta el pozo. Así, muchos de estos gabinetes ubicados en los fondos de las viviendas formaron parte del paisaje aldeano.
Estas construcciones fueron completadas posteriormente con el agregado de un asiento y un tubo respiradero que enviaba los olores nauseabundos a las alturas. El sifón hidráulico y la cámara séptica llegaron después para perfeccionar el sistema. El sifón impedía la filtración de los efluvios y el foso séptico aseguraba la acción de los organismos anaeróbicos sobre las materias fecales antes de que cayeran en el pozo. Ambos adelantos y la ulterior incorporación del inodoro a la turca o el de pedestal con cisterna permitieron situar definitivamente el servicio dentro de la vivienda.
Los pozos cavados “hasta el agua” propiciaban que la naturaleza hiciera lo suyo. Cuando uno de ellos llegaba a su punto de saturación, era cegado para abrirse otro en un lugar próximo. En determinado momento se mandó revocarlos interiormente con cemento hidrófugo, ello con el sano propósito de evitar filtraciones que contaminaran los pozos de balde, cisternas y otras construcciones subterráneas. Buenos Aires reglamentó esta medida durante la gran epidemia de fiebre amarilla de 1871. Entonces no hubo más remedio que vaciarlos periódicamente, primero mediante un sistema precario que se valía de cubos y toneles, el “sistema de baldeo”; luego por el “sistema atmosférico” que introdujo las bombas de aspiración. Ambos vertían todo en bañados, riachos y vaciaderos.
La primera empresa de carros atmosféricos legalmente constituida que operó en Buenos Aires fue la de Crudo, Zambelli y Cía., que en 1870 realizaba la tarea con una escasa flota de vehículos de tracción equina. Comenzó a trabajar a buen ritmo atendiendo los pedidos de particulares y organismos oficiales. En febrero de aquel año, por ejemplo, fue convocada para que limpiara, “valiéndose del atmosférico, las letrinas del Hospital Italiano, ocupado hoy por los heridos y enfermos del Ejército Argentino”. Eran los tiempos de la guerra con el Paraguay.
Las cloacas, por último, terminaron con los pozos negros y los vertederos en aquellas ciudades que pudieron extender la red a todos sus rincones. De este modo se abrió paso al baño moderno.

APARICIÓN DEL WATER-CLOSET

El water-closet fue introducido en nuestro medio a principios de la década de 1870. Su mención aparece por primera vez en los documentos oficiales en mayo de 1872, oportunidad en que el Consejo de Higiene Pública de la comuna porteña elaboró un informe sobre la propuesta elevada por los señores Luis Schreiner y Francisco Seeber, quienes decían tener el modo de hacer inocuas las deyecciones humanas. Presentaron un sistema por ellos llamado Earth-closet que paralizaba la acción fermentativa de dichas materias por medio de tierras y yeso. El método había sido inventado en Inglaterra por el reverendo Henry Moule en 1860. En su forma más sencilla era un asiento de madera con un balde debajo y un recipiente por detrás lleno de tierra fina y seca, carbón vegetal y cenizas. Tirando de una manija se lograba que la tierra bajara hasta el balde, que debía ser vaciado cada tanto.
Luego de su ensayo práctico realizado el 26 de enero de aquel año en Cerrito 236/238, el mencionado organismo municipal se inclinó por el sistema inglés denominado “water-closet” (y aquí aparece mencionado) que aplicaba el “principio de salubrificación por la circulación continua”. Sin embargo, estimó conveniente “no aceptar exclusivamente ninguno de los citados sistemas, y sí por lo contrario tender la mano a todos”. Después de opinar que debía adoptarse sin demoras el que ofreciera más garantías de bondad y fácil realización para los teatros, cafés, fondas, conventillos, cuarteles, cárceles, colegios y en general donde hubiera hacinamiento o concurrencia de muchas personas, el sistema propuesto fue aceptado “de interino” hasta tanto se resolviera convenientemente el gran proyecto que alentaba dar al municipio un plan general de sanidad.
En ese mismo año, Juan Antonio Ruggiero solicitó la presencia de algún funcionario municipal en el ensayo de un sistema de su invento aplicable a letrinas y cloacas. Si bien se consideró oportuno proceder en dicho sentido, no se han hallado registros referidos al resultado o aplicación de este método sanitario. Tampoco hemos sabido de qué se trataba este sistema.
Pero el WC ya había sido introducido en nuestro medio y se trataba de difundirlo para que la gente lo instalara en sus domicilios. En 1879, la comuna porteña seguía machacando: “El sistema preferible es el de los lugares de comodidad llamados a la Inglesa, y consisten como es sabido, en una válvula a báscula capaz de cerrar herméticamente la apertura superior del tubo de conducción. La combinación con un depósito de agua superior es la preferible”. El cambio a este sistema se hizo muy lentamente, intensificándose a medida que avanzaron las obras de salubridad, pues su funcionamiento dependía del abastecimiento de agua corriente. Y en 1887 ya se hizo obligatoria la instalación de inodoros en las casas de inquilinato, conventillos, fondas y bodegones que se habilitaran a partir de esa fecha. Fue así, entonces, que con el correr de los años miles de “cadenas” colgaron de los cuartos de baño porteños.
En 1912 apareció un inventor presentando “un nuevo inodoro bidé silencioso, que no dudamos producirá una verdadera revolución en los servicios de salubridad pública”, según un aviso publicado en una revista de la época. El señor Ramón Giovanetti, cuya fotografía aparecía en el anuncio y era vecino de la localidad bonaerense de Haedo, promocionaba el aparato como inmejorable, pues decía haber “reunido en uno los dos aparatos tan indispensables en toda casa habitación”.

EL BAÑO PORTEÑO 
El espacio hogareño que el Buenos Aires contemporáneo tiene destinado a la higiene corporal y a las necesidades del vientre pasó por distintas etapas de características bien diferenciadas, tanto en lo que se refiere a su disposición y organización como a la actitud de los que se sirven de él. A un período que algunos llaman pretecnológico, protagonizado por la letrina pestilente situada en el último de los patios de la vivienda o en sus fondos, le siguió otro signado por las instalaciones sanitarias modernas y la difusión de los novedosos artefactos importados desde los países industrializados, especialmente Inglaterra.
Durante aquel tiempo previo a la aparición de la nueva tecnología, según parece, no todos los dueños de casa visitaban las letrinas; más bien se valían de artefactos de uso personal dedicados a esos quehaceres íntimos en sus propias habitaciones. Estos utensilios aparecen reiteradamente, aunque en cantidades pequeñas, en los inventarios de las posesiones de aquellos que gozaban de cierta holgura económica.
Otra solución fue la llamada “silla sanitaria”, que se mantuvo en uso hasta entrado el siglo XX. Eran sillas horadadas con la escupidera oculta, a la manera de los sillicos europeos.
El lugar de la higiene del cuerpo, entre tanto, no tenía un destino fijo: podía ser uno de los dormitorios o la cocina, en cuyo piso se desplegaba un pedazo de hule o el popular linóleo. Un buen número de recipientes transportables, como tinas, jofainas, jarrones y jarritos, que también se describen en esos inventarios, se guardaban en un cuarto especial de la morada porteña. El general Mansilla cuenta que en su casa paterna había una pieza “que se llamaba cuarto de baño, por la sencilla razón de que allí, entre cachivaches diversos, estaba la tina de latón de mi madre, destinada al efecto. Otra tina de baño había –media pipa de aguardiente cepillada-, en el segundo patio, que dándole el sol en verano, se templaba fácilmente. Un toldo improvisado la cubría, y en ella, por turno, se refrescaban, los que no iban al río. El agua de ambas bañaderas servía después para regar las plantas y las veredas”.
La llegada a Buenos Aires de la tecnología sanitaria procedente de países industrializados implicó el reordenamiento racional de los ambientes domésticos y definió un cambio del comportamiento humano en estos menesteres. A ello contribuyó, principalmente, el fluido comercio que la Argentina tenía con Inglaterra, cuna de esa tecnología. Este proceso dio comienzo hacia fines del siglo XIX y se afianzó en los albores del siguiente, quizá como consecuencia del incremento de las edificaciones en el casco fundacional de la ciudad porteña. Coincidió, en líneas generales, con la habilitación del primer servicio de agua corrientes en 1869 y el inicio de las conexiones domiciliarias de la primera red cloacal veinte años después, en 1889. Así, un sector interior de la casa fue destinado exclusivamente a la higiene del cuerpo que, como ha quedado dicho, hasta entonces se practicaba en la cocina o en el dormitorio. La letrina, entre tanto, incorporó la taza de porcelana y el sifón hidráulico para mudarse, en ciertos casos, a uno de los ambientes de la vivienda.
Una muestra variada de lo que acabamos de decir puede encontrarse en los avisos inmobiliarios que publicaban los diarios de mayor tirada, en los que generalmente se hacía una descripción pormenorizada del inmueble que se deseaba vender. Pongamos como ejemplo uno aparecido el 29 de octubre de 1899, donde la firma Román Bravo y Cía. ofrecía una casaquinta en el barrio de Flores, avenida Avellaneda y Granaderos. La casona contaba con “vestíbulo, siete habitaciones, baño, despensa, dos patios, galería cubierta con cristales y cocina, cielos rasos de yeso, pisos de madera y baldosa, aljibe, pozo con malacate, gallinero, cuatro piezas de servicio, cocheras, caballerizas, lavadero, WC y todos los pormenores de una buena finca”. Se trataba de una propiedad de clase acomodada, con una superficie total algo superior a los 2.500 metros cuadrados y aún así, baño y WC estaban separados, pues su construcción era anterior a la unificación de ambas funciones en un solo ambiente.
Según se ha dicho, la introducción del inodoro de agua corriente con cisterna elevada sobrevino durante la segunda mitad del siglo XIX y se encuentra documentada en 1872. A partir de entonces comenzó a hablarse de water-closet o WC. En las residencias suntuosas y las casas de renta quedó integrado al resto de los ambientes, mientras que en las viviendas de nivel medio, como las casas chorizo, y en las más humildes, como la “casita propia” autoconstruida con grandes sacrificios, se mantuvo como una edificación independiente.
La diferenciación entre el lugar destinado al aseo personal y el de la defecación persistió aproximadamente hasta el Centenario y ha llegado a nosotros a través de las expresiones “darse un baño”, que se refiere a la higiene corporal en la ducha o la bañera, e “ir al baño”, que se relaciona con la acción de satisfacerse. Más porteña aún es la expresión lunfarda “ir al viorsi”, derivada del enrevesamiento y deformación de “ir al servicio”.
Los años de las décadas de 1920 y 1930 trajeron innovaciones que mejoraron ostensiblemente la aparatología sanitaria y fortalecieron el posicionamiento de nuevos conceptos higiénicos. Todo ello confluyó en el baño moderno, que incorporó “las nociones de economía espacial y racionalización de los usos” que posteriormente se hicieron generales”. Fue la época en que se construyó, atendiendo tales premisas, un buen número de retretes públicos subterráneos en distintos puntos de la ciudad.
Un último paso fue la unificación de ambas actividades en un solo lugar: el baño, como se lo conoce en Buenos Aires, servicio, lavabo, aseo o wáter en España, toilette en Francia, bathroom o rest-room en Estados Unidos, water-closet, toilet o lavatory en Inglaterra, bagno o servizio en Italia y WC o toilette en casi todo el mundo. De este modo desapareció la disociación entre baño y retrete.
Al mismo tiempo se fue afirmando la idea de que cada grupo familiar debía contar con baño propio y exclusivo. Pongamos por ejemplo la acción tomada en 1923 por el Ferrocarril del Sud, cuando incorporó una ducha y un WC en todos los departamentos del barrio inglés que había construido para sus empleados de la estación Sola. Tal conjunto habitacional, situado en Australia 2725/77, fue erigido hacia 1890 y originalmente contaba con dos sanitarios por cada ocho unidades de vivienda.
La importancia del baño como unidad higiénico-funcional en la casa porteña fue creciendo de manera lenta pero constante. Un dato interesante aportado por Liernur, a través de una investigación basada en los avisos clasificados, señala que el interés por destacar sus características en las viviendas ofrecidas fue ocupando cada vez más espacio: de un 8% en 1870 se pasó al 24% en 1933.
Las casas de departamentos, las de la clase holgada y en general las de los estratos sociales medios adoptaron el “modelo hospitalario”, con paredes revestidas casi en su totalidad con azulejos y zócalos curvos, estos últimos denominados “sanitarios” por el gremio. Los más pobres y desposeídos, como siempre, debieron arreglárselas de otro modo, muchas veces poniendo en práctica la peor solución: la letrina. Pero ninguno, sin distinción de clases y en todas las épocas, dejó de advertir las facultades desodorizantes del fósforo, que se encendía necesariamente en el interior de estos habitáculos, después de cada visita.
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Imagen: Baños químicos transportables.
El presente texto es un extracto del libro El inodoro y sus conexiones. La indiscreta historia del lugar de necesidad que, por común, excusado es nombrarlos, Biblos, 2007, preparado especialmente por su autor para este blog.