29 abr 2011

La escuela de la Quema


(De Evar Méndez)

Con este título, Caras y Caretas (10 de enero de 1920), daba a conocer una escuela muy especial que albergaba a los hijos de los cirujas de la famosa quema de basuras al aire libre de Parque Patricios y Pompeya. Poco ha cambiado el sistema desde entonces y hoy esta tarea se ha multiplicado en todos los lugares de descarga de desperdicios. La tecnología avanza, pero cada día son más los desheredados que sobreviven penosamente de los desperdicios de los demás, aunque ahora sus hijos no concurren a escuelas.

Hay en Buenos aires una escuela admirable entre todas. Es la más pobre, la más sucia, la más desmantelada; no hay otra en un barrio peor, más inmundo, más infecto; no hay otra en mayor abandono; no tiene terreno ni casa propia, y existe entre la basura, la calzada, el humo. Es la escuela rantifusa, la miserable escuela de la Quema. Almafuerte le hubiera dedicado un himno.
Hace diez y siete años que existe así, sin modificación alguna, pobre escuela dejada de la mano de dios y de la mano de todos los ministros, consejos y sociedades educacionales, escuela atorrante, roñosa: es el Job entre las escuelas: vive en estiércol; vive ignorada sin que nadie se acuerde de ella ni la proteja nadie. Y es admirable, por eso mismo, y porque ha sacado de las tinieblas a miles de cerebros infantiles, ha enseñado a leer, escribir, contar, distinguir entre el mal y el bien a muchos hijos de criminales, de basureros, a muchísimos descendientes de todos esos infelices que la ciudad arroja de su seno, hacia el oeste, allí adonde van todos los residuos.
Es la escuela de la Quema, de los hijos de la basura, que allí nacen, crecen, se reproducen y mueren; que no conocen Buenos Aires y a quienes la policía vuelve a su roña cada vez que llegan a Caseros y Zavaleta, a diez cuadras de su tierra; hasta los que se enriquecen, de entre ellos, comerciando con despojos y residuos, pedazos de vidrios, papel, trapo, lata, restos de metales, aves muertas que venden a los restaurantes del centro (ojo, aficionado al “pollo allo spiedo”) y otras tantas cosas –que también allí hay burgueses y proletarios– se instalan, ya no en ranchos de tablas y latón, sino en casas como todas, pero no abandonan el lugar que los viera nacer o los verá extinguirse.
La Cofradía de San Vicente de Paul, de la cual es miembro prominente el ingeniero Ayerza, realizó el acto humanitario y piadoso de fundar esa escuela, hace más de tres lustros.
Funciona en un galpón  no mayor que dos vagones de ferrocarril; entre sus maderas hay aberturas de varios centímetros por donde se cuela el viento, el humo denso de la Quema, el mal olor de las basuras, cuyos depósitos y hornos crematorios tiene calle por medio.
Allí dicta las clases elementales el modesto y heroico maestro Juan A. Funes, hombre de paciencia ejemplar, necesaria para esos sesenta muchachos terribles, reacios a toda disciplina. No sabemos cuánto gana, pero sí que la escuela tiene un presupuesto que apenas pasa de cien pesos mensuales. ¿Qué puede hacerse con esa suma? Van los muchachos descalzos, sucios, rotos, desgreñados, pero van, y aprenden algo. Sus protectores le dicen: “Deben aprender a leer, pero sobre todo a temer y a amar a dios; sin saber se entra en el cielo, pero no sin catecismo”, y también lo aprenden.
Una vez un inspector descubrió la escuela que funcionaba hacía tiempo y la denunció a Consejo como clandestina: hubo un pleito, largo expedienteo; al cabo se supo que los treinta bancos viejos que posee los había donado el propio presidente del Consejo, doctor Vivanco, y la escuela siguió funcionando gratuitamente, como siempre, y alcanzó un premio de mil pesos, hace unos años, en un concurso instituido por La Prensa. Era la escuela que mayor número de niños había arrancado al analfabetismo.
Su enseñanza es escasa, pero andan por allí, huroneando todavía en las basuras, muchos hombre y mujeres –la escuela es mixta– que por ella saben leer. No les sirve de mucho. Mejor sería que se les enseñaran oficios; pero las escuelas del género, no lejanas del lugar, cobran dinero por su enseñanza, que los niños de la Quema no pueden pagar, y no van a ellas y la verdad es que tampoco irían, a menos que tales escuelas se instalaran allí mismo, porque nadie les arranca de su hogar y medio de vida al mismo tiempo. Y estas gentes aman esa modesta escuela, que ya apenas puede resistir el paso del tiempo.
La hemos visitado: ¡da lástima y conmueve! Las paredes de madera, pintadas hace años con una mano de cal, ahora ahumada, sin un cuadro, ni un calendario siquiera en ellas; el pizarrón, que ya no tiene casi vestigios de pintura negra y no deja leer lo que en él escribe la tiza, apóyase en la mesa –¡y qué mesa!– del maestro, para no caer; un cajón desvencijado, donde descansa una escoba ruin, contiene los útiles, algún contado libro, un vago cuaderno que por suerte no han robado los vecinos; en un rincón varios bancos largos están amontonados y servirán para los muchos niños que pasan del centenar que, en vacaciones –la escuela de la Quema funciona todo el año– acuden a ella, enviados por sus padres para evitarles la holgazanería. Por cuatro horas, en medio del humo que asfixia y hacer arder los ojos, y el inmundo olor, el pobre maestro dicta su clase.
Y bien, esta escuela, la más triste, la más mezquina de las escuelas de la ciudad –¿habrá otra en peores condiciones en el último rincón del país?– es admirable entre todas, porque en su extrema humildad realiza, y con el más grande esfuerzo, la noble misión de enseñar. He ahí donde podría ejercer su acción la caridad privada, he ahí donde podrían emplear un poco de su dinero sobrante los nuevos ricos…
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Imagen: El maestro Juan A. Funes que daba clase en esta escuela tan particular de comiezos del siglo XX.
Nota tomada de la revista Historias de la ciudad, junio de 2008.