9 abr 2011

La Maldonado, la pampa y el arroyo


(De Silvia Long-Ohni)

Cierto, en la época en la que se encuadra esta historia, no existían todavía los gauchos, pero, sin duda, sí algo que les pertenece y los define: la pampa.
Y es que cuando en 1536 Pedro de Mendoza fundó lo que andando el tiempo sería nuestra ciudad, Buenos Aires no era más que un grupo de chozas encerradas dentro de una empalizada que las protegía de los indios y las fieras. Más allá de esa jaula de palo se extendía una inmensa llanura, la pampa, un desierto inhóspito dominado por la indiada y lejos, muy lejos para aquellas fechas, un arroyo que corría y que crecía con las lluvias inundando grandes extensiones, un arroyo todavía sin nombre cristiano que para ese pequeño contingente de seres esperanzados, hambrientos, renegados algunos, ricos venidos a menos otros, ladrones, marineros, soldados y algunas mujeres, no tenía la menor importancia.
Pero fue que este pequeño grupo de habitantes pronto se vio debatiéndose entre la miseria, el hambre, los peligros que entrañaban las flechas y las enfermedades, prisioneros dentro de esa salvaje inmensidad. Ya no había qué comer: los indios, al principio obsequiosos, se tornaron agresivos y, para coronar el espanto, llegó la viruela y la muerte.
Desde luego, estaba penado con el ajusticiamiento cualquier veleidad de escapar de esa celda de palos en la que reinaba la desolación. Fue dentro de ese macabro escenario que se produjo un hecho insólito: una humilde mujer, recogida en el atracadero de Sanlúcar de Barrameda, al parecer, enloquecida ante tanto horror, corrió dando gritos de espanto hacia la empalizada, abrió la tranquera y tomó el camino de la pampa, de esa misma pampa que, muchos años después, sería el hogar de nuestros gauchos.
La leyenda recogida por ahí dice que se la llamaba  la Maldonado. En su desesperación por salvar la vida, habría caminado y caminado hasta encontrar una especie de cueva junto a un arroyo pero, de inmediato, vencida por la debilidad y el esfuerzo, perdió el conocimiento.
No tardó mucho en recobrarlo cuando escuchó los rugidos de un puma hembra que se encontraba, nada menos, que a punto de parir. La mujer, ante esa escena, se acercó cautelosa y, en un acto tal vez difícil de comprender, ayudó al animal a dar a luz a su cría. Los temibles rugidos fueron entonces apaciguándose hasta terminar en mansos rezongos. Según se dice, de ahí en más, la madre puma compartió con la mujer el alimento que traía para su cría.
Al tiempo, los indios que merodeaban el lugar, la vieron paseando con el animal y los cachorros y, sorprendidos, enseguida sintieron gran respeto por esa mujer que no le temía a las fieras.
Pero un día la Maldonado fue capturada por soldados del fuerte que habían salido con la misión de encontrar alimentos y, devuelta al poblado, se la condenó a ser atada a un árbol cercano al arroyo para que la devoraran las fieras.
Enorme sorpresa se llevaron los españoles cuando, días después, encontraron a la mujer con vida: la madre puma la había protegido de otras alimañas y la había alimentado.
Puesto en conocimiento don Pedro de Mendoza y comprobado personalmente por éste el extraño episodio, dispuso el perdón y ordenó que se la liberara.
Desde entonces, ese arroyo, hoy día entubado bajo la avenida Juan B. Justo, fue conocido por el nombre de Maldonado.
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Ilustración: “Arroyo Maldonado”, óleo de Horacio March.