24 jun 2011

Buenos Aires, los libros y las calles


(De Daniel Antoniotti)

La toponimia porteña es abundante en nombres de políticos y militares, seguida por un buen número de denominaciones geográficas y hasta hay cabida para el recordatorio de algunas fechas significativas como 9 de Julio, 11 de Septiembre o 20 de Febrero.
La historia, podría decirse, predomina sobre la geografía, pero ¿qué queda entonces para la literatura? Allí entran a tallar los escritores, y desde Homero (en Villa Luro) hasta Borges (en Palermo), pasando por Shakespeare (en Saavedra) y Marechal (en Villa Crespo), Alfonsina Storni (en Villa Urquiza) y Lord Byron (en Villa Luro) son muchos los hombres de letras (no tantas las mujeres) que se han incorporado a la nomenclatura de nuestras calles.
Algunos, a sus méritos con la pluma, sumaron su condición de luchadores en la actividad política y en la milicia, como Sarmiento, José Hernández o Lucio V. Mansilla. Hasta aquí nada nuevo  bajo el sol o sobre el pavimento (o el empedrado o aun los baches). Sin duda resultarán incontables las ciudades que honran de esta manera a sus artistas equiparándolos a los hombres de estado. Pero a veces, sobre el autor se levanta su obra y en un puñado de calles – la mayoría modestos pasajes– de Buenos Aires se honra a libros trascendentales para la literatura argentina y también para la universal.
En el poco reconocible barrio de Monte Castro (absorbido en su identidad por vecinos de más personalidad como Villa Luro, Floresta o Devoto) una callecita de cinco cuadras se llama Martín Fierro. No hay ranchos, ni fortines ni tolderías, sino casas bendecidas por una generosa arboleda en ambas veredas. En cuatro de sus cinco esquinas pareciera que la literatura occidental, desde sus mismas raíces, honrara al poema gaucho en los cruces con las calles Virgilio, Lope de Vega, Molière y Víctor Hugo.
La zona en que Villa del Parque se aproxima al límite con La Paternal resulta ser pródiga para la memoria de las letras. En dos cuadras quebradas y despojadas de vegetación como la meseta castellana, tiene su corto recorrido el pasaje El Quijote. Algunas construcciones de piedra refuerzan un escenario propicio para las asociaciones con la novela de Cervantes.
Ya en La Paternal, muy cerca de la cancha de Argentinos Juniors, con edificios de relativa altura en medio de una barriada chata, el pasaje El Método evoca la obra cumbre de Renato Descartes.
También en Villa del Parque, muy cerca de las vías del Ferrocarril San Martín, un bar de aquellos que resisten pese a todo, se encuentra en la esquina que hacen el pasaje que evoca al poema El Misionero y la calle que lleva el nombre de su autor, Ricardo Gutiérrez.
No muy lejos de allí, en la frontera de Santa Rita con Villa del Parque, se alza uno de los llamados “barrios de las mil casitas” con cuadras de diez metros y manzanas rectangulares en las que afloran ignotos pasajes. Uno de ellos recuerda un plañidero canto, entre épico y lírico, de José Mármol, El Peregrino. Construcciones de relativo lujo y arquitectura distinguida se alternan en un corto recorrido.
Otro de estos barrios de “casitas baratas” se encuentra del lado sur de Liniers, y es nuevamente Mármol el evocado con su mayor obra en prosa, Amalia. Aquí los pasajes parecen muy favorables para las obras canónicas de la literatura argentina ya que se ven honrados Alberdi, en la calle Las Bases, Echeverría en La Cautiva y Sarmiento en el pasaje Facundo. Pero el Sarmiento escritor no agota aquí sus reconocimientos callejeros, como si no le bastase haber dado su nombre a una calle y a una avenida. Muy cerca del parque Nicolás Avellaneda (ministro de Educación cuando el sanjuanino fue presidente) un pasaje semicircular se denomina Recuerdos de Provincia. Paralelo a éste, haciendo una curva de dos o tres cuadras está la calle El Profeta de la Pampa, una de las obras en las que Ricardo Rojas analiza a Sarmiento. En la primavera, floridos jacarandáes contrastan con el recuerdo del importador del eucaliptus.
Uno de los nombres más curiosos de la geografía porteña se encuentra en Villa Real. Se trata del pasaje El Nene. Y todavía no podemos alejarnos de la terrible evocación de la sombra sarmientina, como si la ciudad parafrasease las primeras líneas del “Facundo”, porque “El Nene” fue el título del primer libro de lectura argentino y lo escribió un pedagogo discípulo de Sarmiento, el maestro Andrés Ferreyra.
Con la blancura de una aldea mediterránea, el pasaje Santos Vega en las tardes luminosas parece emular a aquel sol que ilumina “sobre la pampa argentina/ …/ con luz brillante y serena/ del ancho campo la escena”, tal como lo cantó Rafael Obligado en la primera estrofa de la obra que trae a la memoria a aquel payador de la “larga fama”. Esa es la mansedumbre de los chalecitos blancos de esta minúscula arteria de Villa Pueyrredón, Santos Vega, personaje sobre el que, además de Obligado, también escribieron Bartolomé Mitre, Hilario Ascasubi y Eduardo Gutiérrez, entre otros muchos.
La desolación del joven Fabio cuando vio alejarse por última vez a Don Segundo Sombra pareciera ser la misma que se aprecia en el pasaje que recuerda la novela de Ricardo Güiraldes. En medio de los grises del Bajo Flores, esta callecita se desluce con un cementerio de automóviles que ofrece un paisaje oxidado desde una de sus esquinas y se le agregan, además, un rosario de casuchas ruinosas o venidas a menos a lo largo de las veredas.
En el Parque Chacabuco, más precisamente en lo que queda del barrio Cafferata, los vecinos del pasaje Caperucita toman mate en la vereda, confiados en que no aparecerá el lobo feroz, como si su existencia fuese una patraña legendaria o una disparatada invención de Perrault o los hermanos Grimm.
Hasta ahora nuestro periplo ha recorrido a los saltos pasajes y callejones de modestísima longitud, por lo que se destaca como honrosa excepción la calle Tabaré que recorre, jalonada de fábricas desiertas, depósitos sórdidos y talleres que languidecen, buena parte de Lugano y Soldati para prestigiarse cuando se arrima a Pompeya. Es que los otros nombres recordatorios de la literatura parecen estar olvidados en medio del damero ciudadano. Pero la calle identificada por este poema épico del uruguayo Juan Zorrilla de San Martín tiene en  una esquina el reconocimiento de la Embajada del Uruguay y del Club Oriental. Y no es en cualquier esquina, por cierto, sino en la que Tabaré se cruza con Centenera. Esquina inmortalizada por la letra del tango “Manoblanca”, escrita por Homero Manzi y musicalizada por Arturo De Bassi. Allí está el Museo Manoblanca, y en un colorido paredón vemos escritos los célebres versos que entonaba un carrerito del barrio del Once: “¡Bueno!...¡Bueno!... ¡Ya salimos!/ Ahora sigan parejo otra vez,/ que esta noche me esperan sus ojos/ en la avenida Centenera/ y Tabaré”.
El nombre del indio charrúa fue poetizado por Zorrilla de San Martín y luego se le rindió homenaje al libro en una calle. Manzi tomó el nombre de la calle y volvió a hacerlo poesía. Como en un juego barroco frente al que algún lingüista presuntuoso hablaría de la resemantización de los significantes.
A esta largamente caminada reseña bibliográfica le estaría faltando una calle o un libro, como prefiera llamársele. La calle que trae al recuerdo un texto muy particular, Constitución. El socialista Ferdinand de Lassalle, en su concepto escéptico sobre la significación de lo jurídico en un estado burgués, sostenía que una constitución es sólo un trozo de papel. Por lo tanto, para este autor alemán del siglo XIX. la calle Constitución, esa que circula por varios barrios del sur porteño (de San Telmo a Boedo) y hasta lleva el nombre de uno de ellos, recordaría simplemente a un libro. Claro que la conciencia cívica adquirida en buena medida a los golpes (sin quererlo afloró el doble sentido) nos enseña que una constitución, nuestra Constitución en el caso, es mucho  más que eso.
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Imagen: Nomenclador urbano de la calle Evaristo Carriego (Foto tomada de mahspedia.es)
Texto tomado de la revista Historias de la ciudad, Nº 3, Bs. As., marzo, 2000.