4 ago 2012

El samurai



(De Eduardo Atilio Paschetto)

La terrible figura se irguió bajo la arcada de piedra. El río Shirakawa se diluía en una densa bruma que se recostaba hacia la orilla envolviendo la escena.
Cuando Satoru Funai desenvainó la espada samurai, una eclosión de vapores se arremolinó junto al coloso. La luz de la luna lo iluminaba desde atrás, creando una puesta fantasmagórica y monstruosa.
Murakami, su adversario de toda la vida, no lo esperaba tan pronto. El haber mancillado antes de su partida el honor de Harue, su prometida, le dictó una automática sentencia. Ahora, Satoru lo había encontrado.
Malvado, ladrón, corrupto y estafador, eran los mejores calificativos que se le podían imponer. 
Sorprendido en el patio de la vieja posada de Ozu, y en un gesto de protección, alzo la mano cubriendo sus ojos de los alucinantes reflejos de la espada del gran guerrero de Kumamoto.
No cabían las palabras; la mueca ladina y la mirada estúpida de Murakami que buscaba un atajo para la huida, abrieron la profunda garganta del samurai que amplificó el alarido jamás escuchado en las volcánicas laderas del Aso.
Los sirvientes se taparon los oídos ante lo insoportable; los árboles de cerezo arremolinaron sus ramas, provocando una lluvia de flores rosadas que contrastaron con la terrible situación.
Murakami, el inmundo sapo, inclinándose como para pedir perdón,  sacó la espada que tenía oculta entre sus pertrechos y con aspaviento osado se plantó frente al guerrero.
Las guarniciones de cuero de la armadura de Satoru brillaban entre los vahos de la noche y sus ojos filosos blanqueaban en la zanja oscura del casco enmarcando a dos pupilas renegridas que parecían puntas de lanza hiriendo las tinieblas.
El maldito Murakami, el bastardo, fingiendo un tropiezo, levantó un puñado de arena con la mano libre y la arrojó a la cara del adversario. Satoru sacudió su cabeza como un toro enfurecido y, agachándose, sólo apoyado sobre la pierna izquierda, giró el torso hacia un costado descargando una violenta patada contra el estómago desguarnecido que, por la terrible presión ejercida, devolvió en un chorro verde-amarillo todo el té bebido en su nefasto y condenado día.
Murakami el perverso, hijo de algún sucio cerdo, quedó enrollado en sí mismo quejándose de un dolor contenido que se desenroscó de golpe. Sorpresiva y astutamente, replicó el ataque con un golpe de espada que demandó un brinco esforzado del samurai para evitar la amputación.
No había caído aún, cuando desde la espectacularidad del salto, Satoru descargó la fuerza bruta de su espada sobre el hombro del maldito seccionándole el brazo abruptamente.
Manco del flanco izquierdo, el sucio Murakami, conteniendo algún gesto de sufrimiento, cargó contra Satoru quien, esquivando el puntazo en movimiento acertado, descargó el golpe fatal que desgajó el otro brazo del mugriento.
Murakami, el bestia, hijo de mil víboras, cegado por la ira, sacó fuerzas del infierno y en un rebote prodigioso, ayudado por las huestes del averno, abrió las piernas girando en molinete asesino amenazando la cabeza del samurai.
Satoru tomó distancia guerrera, levantó la espada ensangrentada y empezó a girarla a contraviento. En el momento oportuno, en empírico cálculo, la dejó deslizar por la tangente y en un "¡shhiiinnng!" de agudo zumbido le cortó limpiamente los testículos; los levantó delicadamente con la punta de la espada y, con descarado desprecio, se los arrojó a los perros.
Murakami, el pérfido, cayó al polvo como un costal de papas podridas. Satoru, sin poder controlar su rencor, lo cubrió con el escudo apretándolo con fuerza contra el suelo como para exprimir el resto de su venenosa sangre.

Las campanadas del reloj de pared lo volvieron en sí entre los  vapores. Se encontró apretando el pantalón con la tapa de la plancha horizontal, con fuerza desacostumbrada. Otra vez los sueños de fantasías lejanas lo habían asaltado en su negocio de Monroe casi Cabildo. Meneando la cabeza con una sonrisa, Satoru cerró las llaves de paso de la máquina, bajó la persiana de la tintorería y se fue silbando bajito a tomar el 68 rumbo a su casa en Saavedra.
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Imagen: Dibujo de Horacio Cardo.
Ilustración y cuento tomados del libro de E. A. P.: Narraciones a mansalva, Bs. As., 1999.