13 ago 2012

Un día lento en Buenos Aires



(De Edgardo Lois)
 
La muerte lenta de Gilberto anunció en forma cierta la lentitud del nuevo día.
Había empezado a morir hacia las seis de la tarde del día anterior. Poca comida, poca agua, pasos inseguros, como anunciando que en cualquier momento podía escorar su cuerpo hacia un lado o hacia el otro, y así finalmente hundirse en el cemento.
Alrededor de Gilberto el mundo, o mejor dicho, los restos del mundo, que era donde, para mayor precisión, él vivía, exhibía la misma mezcla de gritos, pibes corriendo, golpes diversos producidos por aún más diversos objetos de metal, de madera, de plástico, y de todos los materiales conocidos e imaginables que en algún momento pueden transformarse en mercadería lista para la venta. Todo en la vida de ese día estaba en orden, nada hacía prever que éste era el día anterior a la muerte de Gilberto y nada evidenciaba la lentitud del día siguiente.
Una muerte lenta en las primeras horas de una mañana anuncia la lentitud del día en que algo o alguien muere. Los días lentos en Buenos Aires no tienen la extensión normal que generalmente tienen los demás días. Un día lento en la ciudad, en los barrios que orbitan alrededor de los barrios centrales de la ciudad, está armado, momento más, momento menos, como un día más, porque al final de cuentas, en apariencia, es un día más, pero sólo hasta que aparece el detalle, la primera luz, una palabra, o una muerte lenta que lo define, que lo hace distinto.
Gilberto muere en un día lento de invierno que parece poseer la lentitud propia de un día lento de verano, días estos inmensamente más lentos en una ciudad como Buenos Aires tan rica, cuando quiere lastimar, en humedad y grados centígrados.
En días así, los viajes son lentos, las persianas de los comercios suben lentas, los cafés de la ciudad se habitan de manera lenta, el gris del cemento es lento, las sombras también, la vida toda bosteza, y así como bosteza la vida con su boca más lenta, la muerte, que no bosteza, pero que siempre llega, aparece y acaricia lenta. Es aconsejable en días lentos mantenerse lejos de todo tipo de conjeturas filosofales, Gilberto nunca supo de filosofías ni pensamientos, y era lógico que así fuera.
La idea de lentitud se origina en la cuesta arriba que presenta todo día lento que se precie, pero es un hecho que el día siempre se acaba, y también es un hecho que en todo día lento hay un quiebre, y que después de ese quiebre, viene la bajada hacia el final del día. A partir del quiebre viene la cuesta abajo, porque el final de los días no está arriba como se cree, sino abajo, y con la cuesta abajo aparece el ritmo perdido, la otra velocidad.
Si bien Gilberto había comenzado a morir a las seis de la tarde, no fue hasta las once de la noche que su cuerpo llegó hasta el cemento. Fue un momento, un primer golpe directo al mentón, que el jugador asimiló con bastante presteza teniendo en cuenta que el carro de madera ya estaba con algo de carga. El empeño mostrado en pararse no libró a Gilberto de varios golpes e insultos. El zumbido en el aire, la vara fina que se dobla en el aire, risas de pibes en el aire, la noche, toda la noche en el aire.
Hubo una segunda caída como a la una de la madrugada del día siguiente, día que todavía no era lento porque Gilberto acababa de morder el cemento por segunda vez, y por segunda vez se levantó en medio de la noche, la vara, las risas, los insultos.
A veces no es tan difícil ver el futuro; de proponérselo, el hombre lo lograría en relación a ciertas historias. Una cuestión simple si se piensa que con la costumbre de tan solo mirar, mucho camino se allanaría. El hombre podría, un hombre, pero otro, no el que abandona a Gilberto a las dos de la mañana, solo, al garete en enigmáticas mansedumbres, solo, irremediablemente acariciado de muerte al sereno de la noche. Poca comida, poco agua. Gilberto moría desde las seis de la tarde del día anterior, y exactamente a las tres comenzó un día lento de invierno en Buenos Aires, un día lento de invierno que parecía día lento de verano.
Los pibes que vivían en la casa que daba a la calle encontraron a Gilberto en su primera aparición por el terreno del fondo. Gilberto se había acercado hacia el portón de entrada, no estaba en su rincón, había muerto a mitad de camino, entre un árbol seco y el portón de madera.
No es fácil decidir qué es lo que se hace primero cuando hay un caballo muerto en el terreno; no es fácil decidir para el hombre que mira desconsolado el carro de madera; no es fácil decidir cuando se tienen que tomar decisiones en un día lento, en la lejanía de la noche y la tierra, en los barrios que orbitan alrededor de los barrios centrales de Buenos Aires.
Gilberto había quedado con los ojos abiertos, no faltó el pibe que llevó unas hormigas desesperadas para que caminaran sobre las vidrieras apagadas de esta última noche. Las hormigas caminaron lentas, patitas lentas en la lágrima, y las maldades inocentes de la niñez también fueron lentas, pero seguras.
El hombre miraba el caballo entre mate y mate, Caballo de mierda..., justo ahora te morís; el hombre miraba el caballo Gilberto y después miraba las pilas de cartón, la montaña de botellas vacías sobre la tierra, las maderas, el plástico, dos heladeras oxidadas, cubiertas de goma de autos que nunca tuvo, y otra vez volvía con sus ojos sobre Gilberto, sobre los ojos del cadáver, sobre las mismas hormigas desesperadas.
El día transcurrió lento, medio día estuvo el caballo muerto ocupando su lugar en el velorio lento del invierno. Luego llegó el camioncito, los tres hombres, las sogas, la chapa grande para que se deslice el cadáver de un caballo. El hombre no preguntó mucho, o mejor, no preguntó nada. Los tres hombres se llevaron a Gilberto y no cobraron una sola moneda.
El servicio funerario había finalizado, y todo el paisaje estaba igual de lento. El hombre miraba el lugar donde había caído Gilberto, no decía palabra, era posible que en nada pensara dada la lentitud alumbrada en la mañana.
Se acercó la mujer, no dijo nada, ofreció otro mate. Era la tarde, alguien se había guardado el sol en un bolsillo. Hacía frío. El hombre había salido a la calle, y había vuelto. De ida y vuelta, siempre caminó lento.
El hombre cerró y apretó fuerte los ojos, cuando volvió a abrirlos pensó en la basura de la ciudad, en las sobras de la vida de los que viven, de los que comen, las sobras que cada noche Buenos Aires ofrece tan generosa. Hacia el hombre viajaba una nueva noche. Una noche de tormenta, como cuando amenaza lluvia y entonces las hormigas salen disparadas de los hormigueros a conseguir la comida, a veces, esta es la idea que aparece en su cabeza. Antes de la lluvia, las hormigas, antes del nuevo día, muchos de los hombres de esta tierra.
La basura fue el quiebre, el final de la subida y ahora es tiempo de la bajada del día, porque los días no terminan arriba, terminan abajo, bien abajo con el ritmo cambiante de la calle marcando las horas, tiempo que ahora desaparece rápido y entonces es la noche, ha llegado la noche que es como si fuera tormenta, cada noche tormenta antes del nuevo día, así sobre esta Buenos Aires salvaje.
El hombre mira el carro de madera, el hombre exige con una palabra, los pibes entienden que deben bajar. El hombre se coloca al frente del carro vacío, le da la espalda, ocupa el lugar del caballo y tira.
Así el hombre era hombre y era el fantasma inmediato de Gilberto; podría alguien, quizá, desde la sombra en una esquina, y conociendo toda la historia, pensar que el hombre no era todo hombre, que era una mitad de hombre, y que tampoco era todo el fantasma apresurado y necesario de Gilberto, sólo la mitad.
El carro se mueve, el portón se abre, en la noche espera la basura.
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Foto: Carro de cartonero.