19 abr 2013

De viejas pulperías




(De Diego Ruiz)

Andaba el cronista, en su último callejeo, comentando su pasión de “coleccionista de cafés” y, remontándose en el tiempo, hacía un repaso por los primeros establecimientos de ese tipo que hubo en Buenos Aires a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Pero también esbozaba una genealogía más popular que, partiendo de las pulperías y pasando por los almacenes con despacho de bebidas, llegaba a nuestros cafés de barrio. Lugares, es cierto, en los que lo menos que se tomaba era esa infusión, pero en los cuales el “pueblo menudo” encontraba un lugar de sociabilidad, jugaba a los naipes o a los gallos, departía con vecinos o extraños o, en ocasiones, disfrutaba de una payada. El cronista no quiere terciar en la etimología del término pulpería, que bastante polémica ha causado, que si viene de la bebida mexicana “pulque”, o de “pulpa” de carne (como aún llaman los uruguayos al vacío), o menos aún de un “pulpo” que poco se consumía en estos pagos, pero sí comentaba que hay registros muy antiguos de este comercio –actas de los Cabildos, órdenes de los Virreyes, etc.– con múltiples reglamentos y prohibiciones. Y la cosa, en realidad, no era para menos, porque estas pulperías eran pieza fundamental en la comercialización del contrabando que ejercían con entusiasmo los porteños de entonces, y en aquellas que estaban en la campaña, o en zona de frontera con el indio, en el intercambio de productos por cueros obtenidos en los malones o el cuatrerismo. Rosas la tenía muy clara en su política de zanahoria y garrote con las parcialidades indígenas: regalos y comercio para atraerlas y garantizar la paz, y si no, las indisponía unas contra otras o, directamente, las reducía por la fuerza. No por casualidad uno de sus más eficientes colaboradores, Vicente González –conocido como “el carancho del Monte”– era, precisamente, pulpero.
Pero no era intención del cronista referirse a las pulperías de campaña, sino a aquellas que estuvieron más o menos dentro del ejido urbano o en las vías de acceso al mismo, algunas en lugares hoy tan céntricos como Venezuela y Perú –la “Pulpería del Poste Blanco”–, cuyo nombre el cronista presume que se debía al color del grueso poste esquinero que en estos comercios actuaba como soporte de los dinteles de las puertas que solían dar a dos calles. Ahí está una litografía de Bacle que lo ilustra, con el despacho de bebidas en la esquina y en otra puerta, sobre una calle, el de mercaderías. Pero aquellas que más han perdurado en la historia o el recuerdo estuvieron en esas zonas en que la ciudad empezaba a ser campo, paso obligado de las carretas hacia las plazas en que se concentraban –los Corrales de Miserere, el Alto de San Pedro, la Plaza Constitución– o de las tropas de ganado que eran arriadas hacia el matadero. En el viejo Camino Real, conocido en la época de Rosas como Federación y hoy avenida Rivadavia, el inmigrante genovés Nicolás Vila instaló su casa y negocio en 1821 en la esquina oeste del cruce con Emilio Mitre, y por el motivo de su veleta fue conocida como la “Pulpería del Caballito”. Y más cerca de Miserere, en la esquina también oeste con Matheu, vivió y ejerció el negocio Leandro Antonio Alen; allí nacieron su hijo de igual nombre y su nieto Hipólito Yrigoyen, futuros caudillos del radicalismo.
Hacia el sur, la Calle Larga de Barracas, hoy avenida Montes de Oca, es recordada por aquella “pulpera de Santa Lucía” que se fugó con un payador unitario y evocó Héctor Pedro Blomberg, pero en su traza supo albergar a dos de las más renombradas pulperías de la segunda mitad del siglo XIX: “Las Tres Esquinas”, en el cruce con Osvaldo Cruz, y “La Banderita” en la esquina noroeste de Suárez. La primera dio nombre al barrio –o por lo menos lo popularizó– al que más tarde le cantó Enrique Cadícamo, y en la segunda hizo sus primeros pininos artísticos el joven Ángel Villoldo cuando trabajaba como cuarteador en la barranca frente a la actual Casa Cuna. Ambas eran famosas por las carreras cuadreras que se realizaban en los días festivos, de una hasta la otra o, en el caso de “La Banderita”, en el tramo que iba desde Montes de Oca hasta el terraplén del Ferrocarril del Sur.
Pero si hablamos de cuadreras, debemos referirnos a una de las pulperías más famosas, la de Gades, ubicada en la esquina suroeste de las actuales Loria y Chiclana, conocida como la esquina de los corredores. Emplazada a corta distancia del matadero –los “Corrales” que dieron su primer nombre al barrio– era punto obligado de reunión de arrieros, matarifes y toda una población que vivía de las industrias subsidiarias: seberías, acopiadores de cueros, etcétera, y desde su esquina se corría el tiro hasta el “camino de los güesos”, actual Boedo. Por otro camino de tropas, la hoy avenida Corrales, al llegar al Camino de Gowland –hoy avenida La Plata– se encontraba la “Pulpería de María Adelia” que, según cuenta el historiador Jorge Bossio en su recordado libro Los cafés de Buenos Aires: reportaje a la nostalgia, fue improvisado hospital de sangre durante los combates de 1880, cuando “aquella chusma valerosa de los Corrales” –al decir de Borges –se enfrentó al Ejército nacional en una última compadrada que no pudo impedir la federalización de la ciudad y el triunfo electoral de Julio A. Roca.
El cronista supone, no lo sabe de cierto, que en esas jornadas sangrientas también se deben haber visto envueltos otros dos establecimientos ubicados en pleno campo de batalla: “La Blanqueada”, en la esquina suroeste de las actuales Sáenz y Francisco Rabanal, y otra cuyo nombre no ha llegado a nuestros días, en similar esquina de la calle Arena y el “callejón de las quintas”, hoy Almafuerte y Caseros. La primera fue evocada por el historiador y nativista Justo P. Sáenz (h.) como parada obligada de los viajeros y troperos que cruzaban el Puente Alsina para tomar una caña o en su caso, dados sus cortos años, una “gaseosa de bolita”, lo que denota la transformación de la antigua pulpería en despacho de bebidas. A fines de la década de 1890 “La Blanqueada” ya no existía, se había transformado en una chanchería que giraba bajo el nombre de Bautista Selles y Cía.; años después el boliche volvió por sus fueros y la esquina volvió a su antigua condición para, finalmente, transformarse en pizzería... Sin embargo, en sus tiempos de gloria supo ser reducto de payadores –tanto como el “Café de los Angelitos”– y en su salón cantaron o pararon Gabino Ezeiza, José Higinio Cazón, Ambrosio Ríos y un joven vecino de Almagro llamado José Betinoti, grupo que también sentó sus reales en la ya citada esquina de Almafuerte y Caseros donde, pocos años después, también cantó alguna que otra vez Carlos Gardel. Con los años, la vieja pulpería se transformó en el “Café El Parque” (no confundir con su homónimo de Caseros y Rioja), hito durante décadas de los vecinos de Parque Patricios. Allá por fines de los años 1970 el café, y los negocios aledaños que compartían el predio, un kiosco y una peluquería, cerraron y fueron tapiados debido a un arduo conflicto sucesorio que demoró –si al cronista no le falla la memoria– unas dos décadas. Hoy en la antigua esquina se alza nuevamente un café al uso moderno, es decir medio pizzería, con esa decoración modernosa y fría, despersonalizada, que va invadiendo nuestros antiguos boliches. Hasta el nombre El Parque perdió, pero al menos sigue fiel a su origen y vocación primera, no como la bravía y ecuestre esquina de los corredores, que hoy es una gomería.
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Imagen: “Exterior de una pulpería”, litografía de H. Bacle, de “Trages y costumbres de Buenos Aires”.
Tomado del periódico “Desde Boedo”, abril 2013.