20 nov 2013

Una nueva máquina de soñar



(De Mónica López Ocón)

Luego de la privatización criminal que hemos sufrido los argentinos, reconforta saber que aún nos queda algo propio. En efecto, si hemos de creerle a la Academia Argentina de Letras, existe un “habla de los argentinos” que es inmune a los embates del inglés y sobre la que ni siquiera el mismísimo Aznar (para decirlo en términos lingüísticos, una mala traducción de Bush al español) podría dictar un embargo.
Preventivamente, no obstante, la Academia ha tenido la precaución de salvaguardar nuestra habla nacional en un diccionario de reciente aparición: el “Diccionario del habla de los argentinos”.
Suele decirse con frecuencia que para un escritor su lengua es su patria. La connotación nacional de este diccionario demuestra que no son sólo los escritores los que habitan en la lengua aprendida en la infancia, sino que a todos, como decía Italo Calvino, “la lengua nos lleva en ella como un útero materno”.
No se trata, como bien se aclara en el prólogo, de un diccionario de “argentinismos” (algo así como un diccionario de palabras que sufren una artrosis deformante que las aleja de los cánones anatómicos del español de España), sino de un diccionario que “registra usos léxicos diferenciados de los de la Península, en vocablos y en acepciones. Es decir, un diccionario contrastivo, cuyo elemento diferencial sería el ‘Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española’: voces y usos del español argentino diferentes del español peninsular”. En términos concretos esto significa que es capaz de consignar familias enteras de palabras que no tienen abolengo y que, como tantos argentinos, están en la calle: “chanta, chantapufi, chantún” y expresiones que parecen hechas a medida para describir la actitud de los políticos respecto de la inundación de Santa Fe como “hacerse el chancho rengo”.
Este diccionario, como todos, es muchas cosas a la vez: una especie de campo de refugiados donde las palabras marginadas de la oficialidad lingüística se preservan de la muerte y, también, un segundo grito de independencia respecto de la corona española. Existe todavía algún trasnochado que otro que cree que Fernando VII no ha muerto y que sostiene que “los argentinos hablamos mal” porque no lo hacemos como en España o que dice “suponte” en vez de “suponete” en la certeza de que la conjugación española le asegurará un lugar de privilegio si no en el Cielo, por los menos en la mesa de Mirtha Legrand.
En este sentido, el “Diccionario del habla de los argentinos”, como todos, constituye una reivindicación política. No es casual que los diccionarios, al igual que las gramáticas, nacieran en el proceso de formación de los estados nacionales. Ahí están Don Sebastián de Covarrubias y Orozco y el señor Nebrija para confirmarlo.
Finalmente, como todos, también este diccionario es un objeto que nos libera de la “angustia de infinitud” (Roland Barthes dixit) al ofrecernos un número finito de voces que nos produce la ilusión –falsa, como todas las ilusiones– de que el inabarcable mare mágnum de la lengua puede guardarse en una caja. Y es, además, “una máquina de soñar; al engendrarse, por así decirlo, a sí mismo, de palabras en palabras” (nuevamente R.B.).
Puestos a soñar, entonces, sería bueno soñar para el término “argentino” acepciones más felices que las que hoy llevamos casi todos en el diccionario de la memoria nacional, acepciones que no consignen solamente lo que nos han quitado, sino también lo que nunca podrán quitarnos. Por ejemplo: “argentino: dícese de la persona que lo ha perdido casi todo, pero que aún mantiene el privilegio de que al pronunciar ciertas palabras le quede en la boca el lejano y entrañable sabor de la leche materna”.
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Foto: "Diccionario del habla de los argentinos" editado por la Academia Argentina de Letras.